‘Si hablamos de comida, el futuro es el pasado’. Así de solemne, aunque algo críptico, se muestra Joe Ariel, fundador de Goldbelly, una empresa que envía tu comida favorita desde cualquier lugar de Estados Unidos a cualquier otro lugar de Estados Unidos y cuya gasolina es el recuerdo. ‘Cuando creías que ya no podrías volver aquel pollo frito de tu niñez porque vives a 5000 kilómetros de ese lugar, Goldbelly te cierra la boca’ contaban en Eater, una de las revistas digitales más poderosas del mundo dedicadas al mundo de la gastronomía.
Aunque operan desde 2013, el gran momento de la compañía ha llegado en 2019 con una inyección de 20 millones de dólares. No tanto por la cantidad, habitual en el panorama de las start-ups estadounidenses, sino por el inversor: Danny Meyer. Meyer es el fundador de la que muchos expertos consideran la mejor cadena de hamburguesería del planeta: Shake & Shack.
Cuando alguien hizo llegar a casa de Meyer una caja de sus pasteles favoritos, que solo podían adquirirse en un pequeño comercio de su pueblo, no se lo pensó dos veces: ‘Me pareció una idea maravillosa y cuando fui a su web descubrí que podía pedir muchos de los platos que pensé que jamás podría volver a probar’, dijo el inversor a la NBC.
El resultado es que esta empresa, que conecta al comprador con el proveedor y se encarga de que el alimento (envasado al vacío, con todas las salsas, complementos e ingredientes necesarios, sin importar la complejidad de la receta: desde un simple ‘muffin’ a un pack de costillas ahumadas con chimichurri) llegue a casa del destinatario en 24 horas, gracias a un acuerdo exclusivo con el gigante de los envíos UPS.
Goldbelly espera llegar a los 100 millones de dólares de beneficio en 2019, una cifra mágica empujada ahora por el hype de la nostalgia y la energía que aporta que el empresario de moda se haya creído el proyecto. Los planes de futuro incluyen la expansión a Europa, por lo que no descartamos que un madrileño pueda -en breve- catar las mejores anchoas donostiarras y un catalán, una tortilla de Betanzos hecha, por supuesto, en Betanzos. Sin moverse de sus casas, claro.